Corazon.

Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sobra de los rascacielos bajo una amenazadora red de negros cables de alta tensión. Pasaba una multitud de hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca, pero ella lo recordaba mientras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil. «–¿Dónde estará mi muchachito?»
Erdosain interrumpió su proyección de futuro:
–Elsa... ya sabes... vení cuando quieras... podes venir... pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?
Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus pupilas se agrandaron. La voz llenaba el cuarto de calidez humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.
–Siempre te quise... ahora también te quiero... nunca, ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida... que el otro a tu lado es la sombra de un hombre...
–Alma, mi pobre alma... qué vida la nuestra... qué vida...
Un rizo de sonrisa encrespó dolorosamente los labios de ella. Elsa lo miró ardientemente un instante. Luego, con la voz seria de promesas:
–Mira... espérame. Si la vida es como siempre me dijiste, yo vuelvo, ¿sabes?, y entonces, si vos querés, nos matamos juntos... ¿Estás contento?
Una ola de sangre subió hasta las sienes del hombre.
–Alma, qué buena sos, alma... dame esa mano –y mientras ella, aun sobrecogida, sonreía con timidez, Erdosain se la besó–. ¿No te enojas, alma?
Ella enderezó la cabeza grave de dicha.
–Mirá Remo... yo voy a venir, ¿sabes?, y si es cierto lo que decís de la vida... sí, yo vengo... voy a venir.
–¿Vas a venir?
–Con lo que tenga.
–¿Aunque seas rica?
–Aunque tenga todos los millones de la tierra, vengo. ¡Te lo juro!
–¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin embargo, vos no me conociste... no importa... ¡ah, nuestra vida!
–No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás sólito, de noche. Estás solo... de pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... ¡yo que he venido!
–Estás con un traje de baile... zapatos blancos y tenés un collar de perlas.
–Y vine sola, a pie por las calles oscuras, buscándote... pero vos no me ves, estás solo... la cabeza...
–Decí... habla... habla...
–La cabeza apoyada en la mano y el codo en la mesa... me miras... y de pronto...
–Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?
–Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa noche? Esa noche es esta noche y afuera sopla el gran viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás contento, Remo?
–Sí, te juro que estoy contento.
–Bueno, me voy.
–¿Te vas?
–Sí...
El semblante del hombre se deformó en la súbita pena.
–Bueno, ándate.
–Hasta pronto, mi esposo.
–¿Qué dijiste?
–Te digo esto, Remo. Espérame. Aunque tenga todos los millones del mundo, yo vuelvo.
–Bueno... entonces adiós... pero dame un beso.
–No, cuando vuelva... adiós, mi esposo.

...

Suena triste, pero el amor que hay ahí es deslumbrante.